lunes, 2 de julio de 2012

En la plaza

Sentada en el banco, le daba de comer maíz muy amarillo a palomas muy grises. Bueno, después de mirarlas un rato, no tan grises, más bien, tornasoladas, variopintas, únicas. Lo gris quedaba en el cemento del piso, en los árboles sin hojas casi, en las nubes. Pero tampoco tan gris, después de mirarlo todo un rato. En fin, la cuestión es que el contraste del amarillo con los tonos grisáceos era fuerte. Las palomas corrían, se desesperaban, comían y deambulaban desorientadas cuando ya no había más. Al lado mío había un hombre. Las palomas no se le acercaban. Como yo las alimentaba, en cambio, estaban a mi alrededor y picoteaban suavecito mis pantalones, dedos, los zapatos. Me angustiaba que no se acercaran a él. Así que mientras se confundía con el gris circundante, lo adorné con granos de maíz, poniéndoselos en la barba, en las puntas de las zapatillas, enredados en el pelo. Primero las palomas desconfiaron, pero de a poco comenzaron a alimentarse. Con cada grano que picoteaban, arrancaban una especie de cáscara, una especie de costra, hasta que el hombre fue tan contrastante con el gris como los granos contra el piso.

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