domingo, 31 de julio de 2011

Me mordí los labios una vez más. El sabor dulce y metálico de la sangre me hizo notar que había pasado el límite delgado de mi piel. Mejor detenerme, lamer cuidadosamente la pequeña herida y tratar de expresar mi nerviosismo de otra forma.
Nerviosismo dije? Mi ansiedad, mejor dicho.
Mis deseos? Lo más probable.
Miré la calle, aislada por una ventana de café. Promoción de torta y té con leche. El frío colándose de todas formas y mi ansiedad haciendo tiki tiki por todos lados. Lamenté mucho no tener a mano un cuaderno, un simple papelito o una servilleta que no adolezca de esa impermeabilidad que las caracteriza en los bares porteños.
Avenida de Mayo casi vacía. Únicos transeúntes, quizás por el mismo frío helado, los que no tienen otro lugar más cálido que la calle donde pasar la noche. Algunos taxis, algunos colectivos, pero casi nada en comparación con el caos que es de lunes a viernes.
Apoyé mi mejilla contra el vidrio frío y traté de sonreir. El dolor tirante en el labio resquebrajado me recordó que no era lo mío. Boca cerrada, el pequeño gesto aniñado de pucherito y las mejillas coloradas permanentemente. Mejor así.
Pasaron unos minutos más. De nada, claro está. Porque una mina reemplazando con torta los besos que no dio, no hace nada más que perder el tiempo. Esperar. Ansiar. Morderse.
En la vieja cartera encontré una igualmente vieja agenda. De las chiquititas, negras. Agenda de soltera, le dicen. Revisé los números uno a uno. No recordaba quiénes eran muchos de los nombres que ahí aparecían.
Salí y un linyera estaba haciéndose un fueguito. La agenda inútil y otros tantos papeles (entradas, volantes, anotaciones, besos en servilletas, etc.) ayudaron a alimentarlo.

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