domingo, 27 de marzo de 2011

Una noche de febrero.

Se escuchan lejos los tambores, el viento los trae y los lleva, junto con las risas y algún que otro detalle. La noche es de esas extremadamente calurosas, que te obligan a buscar aire, que te empujan fuera de la habitación, afuera, lejos, al mundo.

En la pensión estaba espantosamente caluroso. La pequeña habitación, el colchón en el suelo, la mesita, el ropero que se que se negaba a quedarse cerrado, todo estaba distorsionado por el calor. Recién llegábamos de la locura de gente de la murga. Habíamos caminado la noche de ese barrio jodido como si fuera el patio de nuestra casa. Supongo que el amor nos hacía sentir invencibles, o quizás fuera simplemente el halo siniestro del pibe del sombrero. No habíamos comido mucho, plata no había. Preparé un té fuerte, muy dulce, que quedó enfriándose en la mesa mientras mordisqueábamos algunos besos.

Estaba casi al borde del desmayo, como solía pasarme los últimos días. El calor, los nervios, la mala situación o quizás el pequeño embrión en mi vientre... Decidimos que lo mejor era subir el colchón a la terraza y tratar de dormir ahí. Subimos el té, el colchón, la almohada y boca arriba había una luna hermosa para mirar, y toda una ciudad que chusmear.

Aún tambores, tarde en la noche. Aún sus manos, aún en mi pelo, aún en mi cuerpo, aún la carrera por ponerme a su altura, aún saber que estaba a mi merced, entre mis piernas, atado a mis caderas, atado a mis rulos negrísimos. Yo lo sabía y lo usaba para salvarme del miedo, para unir a esa persona, que era mi persona favorita en el mundo, a mi precario y gris ser. Mi tristeza era casi infinita, pero a la luz de la luna y distorsionada por el calor, sabía dulce. Tenía gusto a sangre. Las sábanas se nos pegaban a los cuerpos, y estaba bien, era parte de la poesía de la noche.

En algún momento nos dormimos profundamente, hasta que un viento fresco y la lluvia tremenda nos despertaron. Y nos arrastraron abajo, por las escaleras retorcidas, a la pieza ardiente. Un reproche cualquiera, por una mirada dedicada a mi cintura, y las palabras amargas. La noche terminó en naufragio, y yo aproveché la lluvia que atravezaba la ventana para disimular mis lágrimas.

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