martes, 25 de enero de 2011

Relatos II - El Bailarín

En parte mi soledad, en parte la nostalgia, en parte el hastío me empujaron fuera de casa esa noche. Y partí con los zapatos en la cartera y mi mejor vestido negro, con la jeta roja como de costumbre, rumbo a una milonga cualquiera. Llegar sola a una milonga es raro, todo el mundo parece acompañado o de cacería, pero no era mi caso en lo más mínimo. Sólo necesitaba bailar, dejar los pies en la pista, olvidarme un poco de mi día gris, de mi vida gris, de la ciudad gris.

Había bastante gente y no conseguí mesa... mala cosa si una quiere mantenerse sobria, esto de parar en la barra... me pedí un negroni y me puse a mirar.

Es siempre interesante ver lo que pasa en la pista de una milonga. Ya sea la pareja mayor que bailan como adolescentes, el hombre con la marca clara de su anillo de casado intentando abarcar con su mano el talle de una bailarina, los extranjeros intentando entender a la ciudad, y los muchos etc. Pero de toda la jungla, él se destacaba. Podría ponerse su foto al lado de la definición del morocho argentino. Alto, delgado, nariz recta, ojos profundos, labios carnosos. Bailaba con una rubia, apenas tocándola. Se notaba que disfrutaba lo que hacía, el ceño apenas fruncido mientras en la boca bailaba una sonrisa suelta. Jugaba con los pies, esquivaba graciosamente a otras parejas. Y era hermoso. Lisa y llanamente hermoso.

Escudada en la penumbra y lejanía de la barra, me entretuve toda la tanda mirando al bailarín hasta que un separador espantoso dio cuenta de que se había terminado. Ahí caí en la cuenta que se me estaba entibiando el trago y me enfrasqué en disfrutarlo hasta que la temperatura hacia mi derecha subió 10 grados. Una mano derecha se extendió hacia mí y una voz suave me preguntó: ¿bailás?...


Sin mirar, acepté (es una superstición que tengo la de aceptar siempre al primer bailarín que me invite), pero cuando levanté la vista, el carmín de mis labios debió parecer pálido... respiré profundo, sonreí y dejé que su mano me guiara a la pista.

Suave, pero con la seguridad del que sabe lo que hace, me abrazó colocando su mano apenas por encima de la cintura. No podía menos que intentar ponerme a la altura de las circunstancias, los sentidos alerta, sintiendo cada marca, dialogando mi cuerpo con el suyo, poco a poco compartiendo el código, poco a poco olvidándome del entorno, jugando con la música, mis piernas, las suyas. Mi cara cerca de su cuello, sintiendo su perfume, su piel, su aliento. Siguió un tema y otro más... y mis dedos simplemente se negaban a dejar de estar apoyados en su espalda, mi mano sujeta en la suya. Terminó la tanda y haciendo un esfuerzo supremo por seguir los convencionalismos, me aparté de su abrazo y me dispuse a volver a la barra. No pude. Su mano no me soltó y su boca dejó escapar la palabra mágica: "quedate"

Me quedé en ese abrazo de fuego, me quedé jugando cada vez más cerca de sus caderas, me quedé jugando con mis zapatos de charol subiendo por su pierna, me quedé y al rato molestaba en serio, molestaba mucho la ropa, molestaba mucho la gente.

Salimos a la lluvia, a un taxi, a su casa. Adentro, con Piazolla de fondo me secó delicadamente... con mucho cuidado le desprendí los botones de la camisa y bebí el par de gotas que habían quedado escurriendo por su cuello, por el pecho. Mi vestido cayó al suelo, su camisa quedó tirada por ahí... y ya no puedo dar muchos más detalles de lo que pasó. Primero, porque con tanta pasión una no puede pensar muy claramente... me quedan sólo sensaciones físicas, aromas, gestos guardados para siempre. Y segundo... porque se me está haciendo tarde para ir a bailar...




viernes, 21 de enero de 2011

Desde una frase de Cortázar

Al despedirnos éramos como dos chicos que se han hecho estrepitosamente amigos en una fiesta de cumpleaños y se siguen mirando mientras los padres tiran de la mano y los arrastran, y es un dolor dulce y una esperanza, y se sabe que uno se llama Tony y la otra Lulú y basta para que el corazón sea como una frutilla...

Hay momentos en que ciertos encuentros en la noche son un descanso en el medio del caos. Un juego de niños, para viajeros agotados. Llega el momento de partir, de volver a casa con los zapatos latiendo en los pies; o de abrir la puerta y no querer mirar al otro yéndose, porque una sabe que ese juego precioso jamás se volverá a repetir, y a veces ni siquiera estará la oportunidad de recrear otro momento precioso. No importa cuántas barreras se hayan bajado en un momento, no importa. Con la luz del día vuelve el miedo y vuelve esa infinita distancia entre ese otro y vos.
Quizás con la esperanza de repetir ese leve compartir intentes crear un lazo que impida la huída, pero es sólo una ilusión. Quizás también seas una suicida más, dispuesta a quedar expuesta por confiar en tu capacidad de sobrevivir cualquier golpe... y simplemente consideres, erróneamente, que del otro lado van a estar dispuestos a correr a la llama aunque vayan a quemarse.
Llega un punto donde ni siquiera te molestás en plantear el desafío, y simplemente preparás un puente colgante, precario, hecho con miles de hebras lunares entretejidas, hermoso, efímero, para pisarlo una vez y después verlo desaparecer. Cruzás los dedos para que del otro lado se estén tejiendo hebras de sol para tenderte un camino cuando pierdas el tuyo. Pero es sólo parte del juego, y cuando se termina, volvés a pisar la tierra.
Nadie me va a quitar lo jugado, nadie me va a quitar lo bailado, y yo voy a tratar de preservar cada pequeña historia del olvido. Porque en ese recuerdo, cuando el otro necesite verse, va a poder encontrar ese reflejo de sí y va a saber que para alguien, en algún momento, existió por completo y para siempre.

Eva Lilith
2011